Vagoneros y tecleador
Carta de Esmógico City
José de la Colina
El tecleador de esta columna de MILENIO DIARIO dedicada a comentar la historia inmediata de la ciudad más invivible del mundo (pero, ni modo, conciudadanos, en ella nos tocó vivir, y es necesario “vivirla” aunque sea con frecuente ánimo afligido y achicopalado), acostumbra ser, como ya sabrán sus lectores (si es que los hay), uno de tantos viajeros asiduos de la verde línea 3 del Metro y por lo tanto ya conoce a los vagoneros de la misma, así como, a su vez, teme ya estar bien fichado por la vagonería susodicha. Y, dígase la verdad aunque incomode, las relaciones entre él y ellos no son precisamente de mutua simpatía, pues ellos lo abruman tratando de venderle toda clase de chucherías, falluquerías y piraterías, y él los entristece y quizá los irrita obstinándose en no comprárselas. De ahí resultó que el tecleador había bien acogido (o “arropado”, como dicen los redactores cursis del momento) la noticia de que los vagoneros dejarían de ambular por los vagones (es decir que dejarían de ser vagoneros, precisamente) y que las autoridades del Deefe iban a instalarlos en locales ad hoc situados en las mismas estaciones (o sea que serían tenderos de una especie de tienditas “misceláneas” como las de antaño…aunque actualizadas). Pero he aquí que la ilusión del tecleador pasó muy pronto a convertirse en esperanza inútil y flor de desconsuelo, porque los vagoneros, filosóficamente, “persisten en su ser”, o sea en seguir vagoneando (lo cual, hay que reconocerlo, no es vagancia sino modo de vida) y desde hace dos años apenas han ocupado el 10 % de los bonitos, limpios y puede ser que cómodos locales, en algunos de los cuales ni siquiera están, porque los alquilan a puesteros mientras ellos siguen luchando en aras de la canija vida (que será canija pero no hay de otra) mediante la heroica dedicación a ese ambulantaje bajo tierra y mobilis in mobile que es el vagoneo. Y el tecleador/metronauta confiesa que se resignaría a la situación si fuese todavía posible encontrar en un Sanborn’s, o en cualquier drugstore del mismo estilo, aquellos taponcitos de hule que, puestos en las orejas, le permitían ensordecer temporalmente y no oír los pregones del vagoneo circulante por la línea 3 del laberinto submetropolitano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario